Leemos
Treinta y uno a cero
Por Horacio Verbitsky
Al aproximarse dos fechas clave (la del fallo definitivo sobre la ley audiovisual, la de las elecciones), tanto la oposición mediática como sus apéndices políticos entraron en un estado de sobreexcitación. Su propósito es minar, corroer, derruir a un gobierno que está capeando la peor crisis global en ochenta años con preservación del empleo, pese a la desaceleración brusca del crecimiento. La oposición mediática pasa el test de las expectativas racionales: el diario La Nación goza de una medida cautelar por la que desde hace diez años no paga impuestos que la AFIP estima en 280 millones de pesos y el Grupo Clarín arriesga su desmembramiento de aplicarse la ley audiovisual. La Cámara Civil y Comercial declaró inconstitucionales las cláusulas que interesan al Grupo: aquellas que obligan a elegir entre una licencia de televisión abierta o una por suscripción y que sólo permiten una señal de contenidos a quien opere una licencia de cable. Esto le permitiría conservar Canal 13, Cablevisión, TN y todas sus señales deportivas, artísticas y de entretenimiento. Además, su diario insignia padece una merma constante de ejemplares. Según el portal “Diario sobre Diarios”, las ventas de Clarín vienen en caída libre desde hace siete años y en 2012 fueron inferiores a las de 1960, cuando la Argentina tenía la mitad de habitantes que hoy. La Nación ha logrado mejorar el promedio semanal, gracias a su tarjeta de descuentos que se obtiene con el dominical, estrategia que ahora está implementando también Clarín, con su tarjeta 6-7-8. Perdón, 365.
La oposición política es más desconcertante, porque sus intereses no son económicos sino electorales y el camino elegido ya ha probado su ineficacia. Los gritos, los insultos, los botellazos, los manotones sobre el micrófono y la renuncia a debatir los proyectos no son prueba de fortaleza sino de impotencia. Es el camino que el radicalismo sigue desde la Convención Constituyente de 1949, que abandonó airado, privándose de discutir cuestiones de fondo, en las que su plataforma electoral no era antagónica a la del peronismo. Lo continuó en 1989 y 2001, con las renuncias de Alfonsín y De la Rúa a la presidencia, y en 2009, cuando la Cámara de Diputados votó la ley audiovisual. Si la UCR no logró destruir la República cuando gobernó, más improbable resulta que lo consiga ahora. La exasperación llegó al extremo de convocar a impedir que sesionara el Congreso (Elisa Carrió) o, en el modo más ambiguo de un buen abogado, a que el pueblo movilizado impidiera la sanción de los proyectos oficiales (Ricardo Gil Lavedra). Si en el Senado los bloques minoritarios discutieron en el recinto el contenido de las leyes, en Diputados casi todos los discursos fueron invectivas desmelenadas contra el gobierno y sus propósitos diabólicos, cuyo destinatario no eran las pocas bancas ocupadas sino las pantallas de televisión y posibles demandas de inconstitucionalidad posteriores, como también ocurrió con la ley audiovisual. Estimulados por haber podido poner el pie en la movilización del 18 de abril, los dirigentes partidarios opuestos al gobierno convocaron a movilizarse sobre el Congreso durante el debate y montaron una carpa en la Plaza, con la explícita intención de reproducir el clima de 2008, cuando se discutieron las retenciones móviles. Con ser numerosa, la plaza del 18 mostró una disminución respecto de las convocatorias de septiembre y noviembre de 2012, que tal vez se deba a la insatisfacción que los protestones sienten también respecto de la oposición política. Patricia Bullrich se atribuyó su organización, anunció su candidatura presidencial y en un alarde de coherencia se abrazó hasta con Hugo Moyano. La cita sobre el Congreso, en cambio, fue un fiasco completo. En el mejor momento no pasó de un par de miles y terminó en el ridículo cuando una voluntaria de 19 años contó que la habían dejado sola durante toda la noche, sin alimento, abrigo ni posibilidad de ir al baño. En cualquier caso, el saldo de aquellas tres movilizaciones, en las que los únicos lesionados fueron los periodistas agredidos a golpes por manifestantes, en un caso desde atrás, contrasta con las que sucedieron al finalizar el gobierno radical, en las que la represión ordenada desde la presidencia provocó 31 muertos en la Capital. La misma violencia descontrolada aplicó el viernes la policía brava de Maurizio Macrì contra trabajadores, enfermos psiquiátricos y periodistas en el Hospital Borda de Barracas, sin mandato judicial, como se encargó de precisar el tribunal a cargo, cuya tarea simplificó el gobierno al demoler la construcción en litigio. Para ello, Macrì desconoció una medida cautelar vigente, por lo cual fue sancionado y sumará una nueva causa judicial, y se introdujo de lleno en el reino del revés al acusar a “un grupo violento” por el estropicio que hicieron sus canas, con atuendo y actitud de desembarcar en una aldea afgana poblada de talibanes. Macrì y su vicejefe María Vidal, dijeron con una impavidez envidiable que la policía sólo se defendió. Entre los heridos estuvo Pepe Mateos, el mismo reportero que en 2002 documentó el asesinato de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán en Avellaneda, pero cuyas imágenes no fueron divulgadas por Clarín hasta que este diario publicó las que había registrado Sergio Kowalewski, un fotógrafo colaborador de organismos defensores de los derechos humanos. Además de herirlo en la cara lo tumbaron en el suelo, lo esposaron a la espalda y se lo llevaron a los empujones. Entre el deseo expresado por el radical Ernesto Sanz, de que la economía vaya mal para que mejoren sus chances electorales, y la demostración de Macrì sobre cómo tratar con la protesta social y la prensa, queda claro qué le esperaría al país si los republicanos que exploran fórmulas de unidad desplazaran del gobierno a los autoritarios que vienen por todo. Esa es la única cuenta en la que la oposición vence con comodidad y, si se permite la palabra, por paliza: 31 muertos a 0.
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